Ya relaté mi primera clase. Como
consecuencia de ella mi primer semestre fue terrible. En un comienzo estuve
por renunciar al sentir que no daba la talla, que me preparaba cada vez más,
pero no lograba dominio total de los temas, de los autores, sentía que confundía más
de lo que aclaraba al responder preguntas, que mis temas no eran atractivos, ni
mis ejemplos valiosos.
Esos cuatro meses -la definición académica de semestre- fueron un viacrucis, me sentía mal conmigo mismo y
más que nada con los estudiantes, de hecho, me contuve varias veces para
renunciar. Fueron varios los días en los que pensé que daría mi última clase y no
volvería. No me fui por el compromiso de palabra
entregado y por el evidente contrato firmado, pero fue la
suerte la que me ayudó a seguir en el campo académico.
Los mismos estudiantes a los que
me dirigía con nervios todos los lunes y jueves en noveno semestre del
pregrado en economía venían teniendo problemas con un profesor famoso en el programa
por su nivel de exigencia y cumplimiento. Mientras que las quejas sobre mi
clase estaban relacionadas con falta de experiencia, dificultades evidentes en capacidades
de transmisión, claridad de las ideas, estructuración de contenidos, entre
muchas otras, esas eran justamente las virtudes del otro profesor, pero este
los tenía “reventados”, casi todos iban perdiendo su materia. Los estudiantes
pasaron quejas sobre ambos y el director les dio a elegir. Reemplazaría por el
resto del semestre a uno de los dos para evitar más eventos quejumbrosos y
cartas públicas.
Resignado al conocer la
existencia de la carta, pensé que no había nada que hacer. Mi primiparada en la
docencia se llenaba de todos los chascos de forma: se me caían los marcadores, me estrellaba con la mesa, confundía el salón, mientras que en los de fondo, sucedían cosas más graves, equivocar un rango de años para la explicación de un fenómeno, o realizar una
cita correcta pero atribuida a un autor diferente al original. Todo esto me
sucedía a pesar de mis esfuerzos y terminaba en un semestre de sesiones mediocres
que fueron mejorando levemente gracias a mucha paciencia, empeño y largas jornadas de lectura y preparación.
Los estudiantes se pronunciarían un día que coincidía con mi clase, pensé, otra vez, que probablemente sería la última, pero sucedió la sorpresa, los estudiantes prefirieron mi
permanencia. Supongo que interpretaron que conmigo las notas eran más amables,
deducían que era más abierto a la charla, que calificaba sin rigor extremo por esa época y que,
de alguna forma buscaba congraciarme con ellos al menos en las calificaciones, tema
cierto puesto que además de ser malo en el salón en mis primeras clases, ser
malo también en la evaluación podía ser consistente, pero sería una barbaridad para con los asistentes.
Noté desde allí lo injusto de
este oficio. Me quedaría no por mis virtudes sino por mis falencias, el profe
exigente y que brindaba sesiones de calidad sería castigado huérfano de contrato y paga, mientras que yo, tendría estabilidad contractual y financiera. El mundo está chueco!
De no ser por este caso, me
habría ido para probablemente no volver. Ahora llevo 17 años, con diferentes premios, publicaciones y reconocimientos.
El profe
antagonista fue recontratado en el siguiente semestre, tema que alivianó en
algo mi culpa. Años después, más de diez, en otra institución tuve
que presenciar la suerte desde el otro costado. Me enfurecí muchísimo al
comienzo por perder mi contrato, pero luego ….... recordé y sentí aquello que llaman justicia divina.
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