Tuve que soportar como supervisor
a un tipo de aquellos. Sucedió cuando la “vaca sagrada” de la facultad me
pidió que me pusiera al frente de la acreditación de alta calidad del programa.
Nadie había podido sacar adelante el proceso en 2 años de reuniones que
prometen todo y no obtienen más que ilusiones vanas, conflictos internos y muchas frustraciones. Los tiempos apremiaban y por
eso me asignaron la tarea.
Según los directivos no bastaría con mi coordinación para
recopilar y analizar la información de los numerosos y en muchos casos difusos conceptos e
indicadores exigidos por el CNA. Creían que debían
contar con supervisores. Aunque han pasado más de 10 años puedo describir a mi supervisor: altísimo,
imponente, muy bien vestido con traje costoso, pisa corbata, zapatos brillantes de amarrar, gafas
de marco fino. Algunas entradas avisaban de su edad, pero el peinado era perfecto. Un hombre de telenovela que las mamás desearían para sus hijas.
Las dos cosas que me impactaron en la reunión de presentación fueron,
su voz, la que imponía con un tono de rico soberbio, exageraba este último con una extensión de todas las “eses”
de cada palabra, usándolas para sonar juvenil pero sin éxito. Por otro lado, su forma de sentarse, lleno de infinito amor propio, se estiraba escurrido y tan largo como
alcanzaba en las sillas enviando explícitamente una señal inconfundible de desdén
por el interlocutor quien quiera que fuese.
Abogado, pero del estilo leguleyo.
Cuando fui presentado como el coordinador de economía, sentí que evaluó mi
atuendo como si de este dependiera el éxito del proceso. En esos días utilizaba el pelo largo, y vestía siempre de jean, así que en su mente debió
quedar la impresión de que el proceso no iría para ningún lado. Tal vez por eso decidió adelantar
una oferta que nunca había escuchado y no comprendí: el 24/7.
Arribaron a la reunión, tardíamente, como es usual, directores de distintos programas y decanos, todos hablaron de lo que tenía que hacerse y de cómo hacerlo. En la discusión notaba que ninguno iba a hacer nada
y, que yo, desde mi cargo de profesor de tiempo completo tendría al menos 4
jefes más, 4 egos más a quienes responder, 4 correcciones extras sobre avances
y productos.
Sabía que mi nuevo rol era complicado pero le tomaría el ritmo a sus observaciones y caprichos. No
esperaría mayor ayuda, estaba habituado. Pero el supervisor volvió a ofrecerse, explicando ahora su oferta de disponibilidad total con el proceso: 24 horas del día
de los 7 días a la semana.
No pude dejar de pensar por un
buen rato en dónde quedaba el tiempo en familia, el de la pareja, el del
descanso, el de recostarse al placer de no hacer nada, el de trabajar en otras
actividades. Supuse que el ofrecimiento podía ser verídico, o que tal vez él necesitaba
mucho del trabajo. Empecé a dudar de mis infames prejuicios puesto que, por algo lo habrían contratado.
Incluso logró hacerme cuestionar por mi indiferencia en parte
del tiempo libre sobre mis actividades laborales. Pensé que probablemente cometía el error de juzgar al libro por su tapa. Podría, tal vez, tener un apoyo para
organizar información de un programa que tenía cosas por mostrar, aunque se
encontraba desordenado y había hecho muchas cosas más por la inercia de los
días que por convicciones de política interna o institucional.
Pasó el tiempo y el personaje no aportaba nada, cuando citaba
a reuniones de avance, destrozaba mis informes, criticaba desde el tamaño de
las hojas hasta cada detalle de su contenido. Era visible que le molestaba la
no inclusión que auto ejercía en los reportes. Como es usual en la academia, si no figuraba él, aplicaba la idea de que ninguno lo hiciera.
Afirmaba que habría hecho todo de
otra manera: bien. Citaba artículos de la Constitución política de Colombia -siempre
los mismos en cada reunión- para argumentar sus observaciones. ¿Cómo se
ligaba la Constitución a cada categoría e indicador del CNA? Una pregunta que solo él, lleno de rebuscadas alocuciones podía
responder.
Para evitar repetir la escena y conflictos
que no harían más que retrasar el proceso, sugerí que repartiéramos tareas. Le di
a elegir y, por supuesto, me entregó las más operativas y dispendiosas. Acepté pensando
que a futuro compensaríamos la balanza, cosa que nunca pasó. Todos los días me escribía -incluso fines de semana en altas horas
de la noche- presionando, afirmando que no podía hacer su parte sin la mía,
insinuaba que no tenía compromiso con el proceso, que no confiaba en la información
que le transmitía, que volviera a revisar los datos y … citaba la Constitución.
Di respuesta a todos sus correos aun lidiando con proyectos de
investigación, tesistas, clases, tutorías, coordinaciones de áreas, monitores,
“reunionitis” del programa, entre otros, Faltando aun
tiempo para una entrega importante hice un par de llamadas que su secretaria excusó con reuniones, así que escribí un correo para saber cómo iba y si
necesitaba ayuda. Siempre he tenido pena por la posibilidad de
llegar a una reunión a brindar “excusas” y no productos.
Al llegar la fecha en presencia de todos los directivos que nada aportaron, se estiró en su silla y dijo que la reunión iba a ser corta. No había avance. Me acusó
de enviar tardíamente la información, de acosarlo con múltiples correos e infinitas llamadas a su oficina, de entrometerme en su vida privada. De una
forma ininteligible logró citar el artículo 13 de …. la Constitución, y afirmó
que yo debía respetar y no coartar sus tiempos de trabajo y los de su familia.
Atónito no tuve mayor reacción. ¿Por
qué me atacaba? Hice mi parte con calidad, ofrecí ayuda y lo busqué en horarios
laborales. No dejaba de preguntarme mentalmente: ¿y si fuera cierto mi acoso, en dónde quedaba el 24/7 prometido
públicamente? Quedé muy mal parado en la reunión. La sorpresa me desbordó, no
tuve la capacidad para salir del asombro y defenderme, esto me
ha sucedido varias veces para mi lamento. Sucede cuando veo todo al revés y
explicarlo me parece tan fácil que siento que no debería hacerlo, no me vienen las ideas y menos las palabras.
Con el tiempo, acusó por igual a todos los
coordinadores de los programas. Ninguno servía para su ritmo de trabajo 24/7. Fue un obstáculo enorme para la U. Los directivos lo arroparon inicialmente.
Un año y medio de correos y reuniones citando la Constitución lo empezaron a
desnudar, pero lo que llevó a su salida de la universidad no fue su nulo aporte, sus cuestionables métodos de trabajo, su tendencia a enlodar y
minimizar a los demás, o su generación de mal ambiente laboral.
Se descubrió que actuaba como representante
de dueños de algunos predios cercanos a la universidad. Esta buscaba expandirse y el
personaje ofrecía y vendía inflando precios a la universidad a la que tanto
decía amar. Tenía de un lado información privilegiada de lo que la U estaba
dispuesta a pagar, la cual escudriñaba en sus campeonas jornadas de tinto y
cigarrillo.
En la contraparte, conocía por sus representados los valores que los dueños estaban dispuestos a aceptar. Empezó a cobrar por ambas puntas, pero jamás vio riesgo moral en su actuación. Él tenía razón y yo era ciego. Se "dedicaba" a la Universidad literalmente de tiempo completo.
En la contraparte, conocía por sus representados los valores que los dueños estaban dispuestos a aceptar. Empezó a cobrar por ambas puntas, pero jamás vio riesgo moral en su actuación. Él tenía razón y yo era ciego. Se "dedicaba" a la Universidad literalmente de tiempo completo.
Años después volví a escuchar el
generoso ofrecimiento. Provenía de otros altos consejeros, “líderes”
en universidades diferentes. Aterrorizado, tuve que huir de ellos despavorido, algo tenía
que aprender, el lema 24/7 no lo creo ya ni con el famoso desodorante.